Hay una habitación, unas cortinas, una cama…
La luz tenue. Un gesto de dolor desfigurando su última sonrisa… aún tan joven. ¿Qué mal ha hecho alguien como para no poder ver el sol mañana?
Se hace oscuro fuera y su pulso se va apagando con el día. Un pulmón que se cierra, que la ahoga, que la recuerda a cada segundo que no va a ver más a sus hijos, que no los va a sentir reír ni llorar más, y al pequeño… Dios! Al pequeño ni siquiera lo vio reír.
No hay agujas ni cables, ni conexiones, ni ambulancias dispuestas a entonar la melodía fúnebre cuando la despida el último latido en su pecho. No ha podido siquiera saborear la amargura de un triste medicamento, ni retorcerse con el placer del dolor de una mísera jeringuilla. La pobreza es tan cruel que no ha permitido ni siquiera un halo de esperanza. No acepta la caja recibos de lástima a cambio de penicilina. La han llevado lejos de casa. La han internado en aquel lugar frío a esperar la hora, que no va a tardar más que un suspiro. Ella os dijo adiós a vosotros, y sin embargo…
Te han dejado en casa de familia lejana. Parece que alguien tiene que hacerse cargo de vosotros… de momento. Te han dado un trozo de pan con chocolate, pero el hambre no ha llamado a tu puerta esta tarde. ¿Por qué no se calla el pequeño? Él sí debe tener hambre, pero no hay otro dulce que ofrecerle que no sea la leche de su madre. Quizás hubiera sido mejor que se hubiera ido con ella…
Te han puesto un vestido negro para disfrazarte de dolor. ¿Cómo va a caber tanto llanto en una vida de cuatro años? El otro, con sólo dos, y el pequeño… Siempre llora un bebé de menos de tres semanas. Qué triste no llegar a entender nunca la palabra “madre”. Qué injusto no tener a quien regalarle la flor de papel y el corazón de plastilina el primer domingo de mayo. Ni siquiera vais a poder rezar. Aún gracias a Dios que podéis hablar… bueno, que tú puedes… Eso no significa que no la hayáis querido, aunque sólo haya sido por tan poco tiempo.
Es media noche y la habitación se está quedando fría. Nadie que venga a hacerle compañía, nadie que le tome la mano, que le haga sentir que aún no ha cruzado esa línea, que sigue aquí. Las sábanas dibujan sombras en la penumbra y hay una flor en la mesilla marchitándose por momentos, sintiéndose culpable, quizás, por el hilo de aire que le está robando.
La puerta entreabierta, a punto de cerrarse del todo cuando ella ya no esté allí. El tiempo ha empezado a cavar una fosa que ya estará terminada antes del primer rayo de la mañana.
Nunca había sido tan difícil cerrar los ojos… cerrarlos para no volver a ver las calles, el río, el azul allá arriba… la vida.
Si pudiera pedir un deseo, elegiría soñar… soñar que nada de esto está pasando. ¡Qué cruda la realidad! Qué mísera la muerte, que juega con los que más necesitamos y siempre gana, siempre se lleva esa última ficha, que era nuestra…
Y tú sigues sin entender que pasa. Sigues soñando que estás en el caballito de madera, balanceándote, con tus tirabuzones, tus enaguas, tus zapatos viejos. Ella te tiene cogida por la espalda para que no te caigas y tú notas su mano tan fría… ¿Por qué siempre tenía las manos frías?
Es difícil dormir cuando compartes colchón con otros niños, esos que aún tienen suerte de disponer de un abrazo cálido en las tardes de fiebre, y estás en un rincón, tirando de la sábana para arroparte, que es octubre y ha empezado a hacer frío. Te acurrucas contra las rodillas y sigues soñando que estás con ella, imaginando que es mentira que no esté, que mañana volverá a casa y te preparará pan con aceite para merendar…
Y de pronto, se oye a lo lejos un lamento… algo en tu interior te dice que una parte de ti se ha roto. Un nudo se ciñe en tu garganta y lo único que te preocupa es que no te oigan llorar…
Qué frías las horas pasan, qué oscuro el después, qué incierto…
Queda atrás el dolor y llega esa fase entre el delirio y la nada. Una sensación de caída al vacío, una luz en la oscuridad, un eco en el silencio, un sentimiento de ansiedad tan fuerte, que borra del alma las últimas pruebas de que sigues con vida… que no ves, que no sientes, que no escuchas, que abandonas la lucha ya…
Dicen de un cementerio en el norte, casi tocando al mar. Qué más da. No va a ir nadie a despedirla. Es la diferencia entre morir y morir lejos. Él sigue luchando en la habitación de la segunda planta, en el mismo hospital y los niños… ellos que no entienden de su adiós siguen durmiendo, ignorando la rabia y la impotencia con las que se ha ido.
No habrá flores ni hoy ni mañana. No, porque nadie sabe dónde tiene que ir a llorarla. Sólo el recuerdo. Alguna foto en tono fúnebre, sepia y negro… siempre el negro.
Se recogía el pelo atrás… tan negro, tan bonito que lo tenía, según el abuelo. Y los ojos color aceituna… aún piensa que la ve a ella cuando me mira…
Un día nos dijo alguien que en el momento de irse pensó en su Miqui, su niña, con sólo cuatro añitos… y así, su espíritu, se quedó siempre con nosotros. Al más pequeño acabó llevándoselo. Siempre pensé que hubiera estado mejor con ella, aunque nos lo dejó por mucho tiempo, suficiente como para quererlo, ni que fuera desde lejos, también. Siempre se quiere a alguien que te manda besos cada Navidad detrás de un paisaje nevado de UNICEF.
Los inviernos siguen siendo tan fríos como siempre. Ya no tostamos pan en la estufa ni encendemos velas si se va la luz. Mamá ya no nos cuenta más historietas de su infancia en Madrid. Deberías saber que vivió como una niña rica, pero con el corazón en cuarentena. Seguro que aún te llora alguna noche en silencio, acurrucada bajo las sábanas, pensando que sigue meciéndose en aquel caballito, y que tú la coges… y os reís las dos. Y eso la hace sonreír en su tristeza. Respira hondo… y sigue llorando.
A mi madre,
que sin tener nada
nos lo dio todo.
04/10/00